Todos, en algún momento de nuestra carrera, hemos tenido que lidiar con un proyecto maldito. Los proyectos malditos son esos proyectos que parecen nacer torcidos desde el primer día, que se alargan meses —incluso años— más de lo previsto y que consumen energía y recursos sin llegar a ningún puerto. Esos que, cuando los recuerdas, te hacen fruncir el ceño y pensar: «Ojalá nunca hubiera formado parte de eso«. Son las manchas en el currículum, invisibles para quien no las conoce, pero imborrables para quien las vivió.
En mi experiencia como jefe de proyecto y consultor, he visto cómo estos proyectos se repiten una y otra vez en empresas muy diferentes. Y siempre tienen algo en común: nadie los detuvo a tiempo. Por eso, en este artículo quiero ayudarte a identificarlos, comprender por qué ocurren y, sobre todo, qué puedes hacer para que no acaben arruinando tu reputación o la de tu equipo.
¿Qué es un proyecto maldito?
Un proyecto maldito no es simplemente un proyecto difícil. Tampoco es un reto técnico ambicioso ni especialmente exigente. Es más bien un proyecto que, por múltiples factores, se vuelve ingobernable: los objetivos se diluyen, el calendario se descompone, los recursos se agotan, las personas pierden la motivación… y al final nadie gana. Ni el cliente ni la consultora.
Históricamente, las organizaciones han luchado contra estos «pozos sin fondo» desde que existen los proyectos. Frederick Brooks, en su libro «The Mythical Man-Month«, ya advertía hace más de 50 años que «añadir más personas a un proyecto retrasado solo lo retrasa más«. Una observación tan simple como brutalmente cierta que, sin embargo, seguimos olvidando.
Algunas características de un proyecto maldito
Si hay algo que todos los proyectos malditos comparten, son ciertas coincidencias que los hacen fáciles de detectar si estamos atentos. Para entenderlos mejor, podemos dividir sus síntomas en dos grandes categorías: problemas relacionados con el equipo y problemas relacionados con el cliente.
En primer lugar, el equipo. Aquí es donde más fácilmente pueden gestarse los problemas. A veces nos encontramos con equipos desmotivados, que trabajan sin entender el propósito del proyecto ni cómo sus esfuerzos encajan en un objetivo mayor. Otras veces, el equipo simplemente no tiene las competencias técnicas o metodológicas necesarias para ejecutar el plan, por mucho que se esfuercen. También ocurre que hay demasiados egos en juego: demasiados protagonistas que luchan por imponer su visión, en vez de colaborar por un resultado común. En todos los casos, el resultado es el mismo: el equipo avanza a trompicones, se acumulan los errores y la moral se desploma.
En segundo lugar, el cliente. Los clientes tienen más influencia en un proyecto de lo que a menudo queremos admitir. Hay clientes que no saben exactamente lo que quieren y van cambiando los requisitos cada semana. Otros tienen expectativas completamente desalineadas con la realidad técnica o presupuestaria del proyecto. Algunos, incluso, desconfían del equipo desde el principio, generando un clima de tensión y microgestión. Cuando no se gestiona esta relación con firmeza y empatía, el proyecto termina desangrándose en revisiones infinitas y discusiones estériles.
Ambos factores suelen retroalimentarse: un equipo desorientado alimenta las dudas del cliente, y un cliente caprichoso mina la confianza del equipo.
¿Por qué hay detectarlos a tiempo?
Los proyectos malditos no solo consumen recursos económicos. También erosionan la cultura de la organización, desgastan a las personas y dañan la reputación de quienes los lideran. En mi carrera he visto cómo grandes profesionales, con años de experiencia y talento indiscutible, se han quemado intentando rescatar proyectos que nunca debieron haberse iniciado en esos términos.
Según el Pulse of the Profession del PMI (Project Management Institute), aproximadamente un 12% de los proyectos se consideran «fracasados» cada año. Eso significa millones de euros perdidos y miles de profesionales frustrados. No se trata solo de salvar el presupuesto, sino de salvar la credibilidad del equipo y el propio currículum de la organización.
Ventajas afrontarlos correctamente
La buena noticia es que un proyecto maldito no tiene por qué acabar en catástrofe. Cuando se detectan a tiempo y se toman las decisiones adecuadas, pueden reconducirse o incluso transformarse en una experiencia valiosa de aprendizaje.
Reconocer las señales temprano te permite reaccionar antes de que la situación sea irreversible. Un líder capaz de redirigir un proyecto complicado no solo protege los intereses de la empresa, sino que refuerza su propia autoridad y gana el respeto de su equipo. Además, las organizaciones que aprenden a gestionar estos proyectos desarrollan resiliencia: se vuelven más eficaces, más prudentes y más conscientes de sus capacidades.
No conviene olvidar que una retirada a tiempo, no es una derrota.
Los desafíos de solucionarlos
Uno de los mayores errores que cometen las organizaciones es asumir que la solución pasa por echar más gente al fuego. Brooks lo explicó con claridad: más manos no significan necesariamente más velocidad, sobre todo cuando el proyecto ya va tarde. Incorporar personas sin un plan claro solo añade complejidad, más puntos de coordinación y más margen para errores.
Otro desafío frecuente es la falta de valentía para detener un proyecto cuando no tiene salvación. En lugar de cancelarlo a tiempo, muchas empresas lo dejan languidecer durante meses, a veces años, en un limbo donde nadie gana. Esto no solo devora recursos, sino que transmite el mensaje de que no pasa nada por fracasar en silencio.
Para superar estos desafíos, hace falta liderazgo, comunicación y realismo. Un buen jefe de proyecto identifica rápidamente si el problema está en el equipo, en el cliente o en ambos. Si es el equipo, quizá haya que reorganizarlo, formar a sus miembros o incluso redefinir roles. Si es el cliente, es vital alinear expectativas, cerrar requisitos y evitar que el alcance se infle sin control.
Los proyectos malditos son inevitables en cualquier carrera profesional larga. Pero lo que marca la diferencia no es tanto haberlos tenido como haber sabido manejarlos. Reconocer las señales, entender las causas y actuar con decisión son habilidades que se valoran tanto como la capacidad técnica o la visión estratégica.
En última instancia también hay que recordar que los proyectos no se salvan solos. Necesitan líderes que sepan cuándo apretar, cuándo aflojar y, en ocasiones, cuándo parar. Tu currículum no se define por los proyectos perfectos que has entregado, sino por cómo has afrontado los imperfectos.
Así que la próxima vez que te enfrentes a un proyecto que parece condenado al fracaso, no mires para otro lado. Pregúntate: ¿Qué puedo hacer yo hoy para que mañana no se convierta en un proyecto maldito?